El hoyo

El hoyo, primera incursión en el campo del largometraje del director Galder Gaztelu-Urrutia se erige sobre el pesimista retrato de una sociedad deshumanizada, en el que el mantra filosófico del comer-o-ser-comido se plantea, de forma literal, como la única ley para la supervivencia de los más desamparados ante un orden social desmadradamente clasista. Una distopía que, siguiendo la tradición del cine que reconstruye épocas pasadas e imagina las que aún están por venir, refleja también, y por encima de todo lo demás, la percepción que sus máximos responsables tienen del instante histórico en el que la película ha sido realizada. Signo de los tiempos, y de la percepción que Gaztelu-Urrutia y su equipo artístico tienen de ellos, El hoyo desprecia la esperanza propia de las utopías, que retratan el futuro como un lugar feliz para todos nosotros, abrazando en cambio, y sin ambages, la distopía que representa, desde la ficción, una sociedad futura moralmente reprobable, a causa y consecuencia de la alienación humana. Un reflejo, en este caso bajo la forma de una fábula moral tan ingeniosa como escasamente desarrollada, de los valores, miedos y esperanzas del 2019 en el que esta opera prima ha sido realizada y estrenada.
Mundo caníbal
En su totalidad, El hoyo tiene lugar dentro de una infraestructura de proporciones faraónicas, dividida en una serie de niveles ordenados bajo tierra, a modo de un descomunal rascacielos inverso. Cada nivel consta de dos habitantes humanos quienes además de poder llevar consigo un objeto venido del mundo exterior, sobreviven gracias a una plataforma repleta de comida y bebida que desciende, lentamente y a diario, desde la planta 0 hasta llegar a los niveles inferiores, para luego regresar, vacía y a la velocidad del rayo, a su punto de partida. Pasado un mes las parejas de habitantes se despiertan en un nuevo nivel, que puede ser aleatoriamente inferior o superior al anterior pero que responde al mismo mecanismo de alimentación e hidratación. Siguiendo esa lógica kafkiana, rayana en el experimento sociológico, los habitantes de los niveles superiores disponen siempre de los mejores manjares disponibles en la plataforma, que va vaciándose a cada nivel por el que desciende hasta dejar sin una sola migaja a los pobres desgraciados de los niveles inferiores, obligados a veces a echar mano de la única carne disponible, la de sus compañeros de nivel, para poder sobrevivir ante la escasez de recursos que amenaza con poner fin a su existencia.
O así lo considera Goreng (Iván Massagué), quien llega al hoyo con los objetivos de dejar de fumar y leer Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), y que contempla consternado como los habitantes de los niveles superiores y medios devoran su comida sin pensar ni siquiera un instante en los de los niveles inferiores, considerando que actuarían con su misma falta de humanidad si tuviesen la oportunidad, que quizás obtendrán transcurridos los treinta días de rigor. Goreng se erige así en guardián de la moralidad y la sensatez del espectador, tanto por su protagonismo casi absoluto durante toda la película como por despertar por vez primera en el hoyo como uno de los habitantes de un nivel medio. Lo que, dada la obviedad de la parábola socioeconómica sobre la que se construye El hoyo, convierte a este personaje interpretado de forma desigual por Iván Massagué en un representante de la moralidad propia de la clase media, lo suficientemente distanciada de los dos extremos de la cadena alimenticia socioeconómica como para indignarse ante los desmanes de unos y otros pero también paralizada por el descenso social y la definitiva puesta a prueba de sus, al menos en este caso, loables principios. Una contradicción que, sin embargo, no coacciona a los diferentes personajes con los que Goreng se va cruzando en su periplo por los diferentes niveles del hoyo, por los que va tomando conciencia de la lesa humanidad inherente a la estructura sociocultural que ha calado en las mentes de sus compañeros de subterráneo hasta convertirse en una realidad a duras penas cuestionable. Trimagasi (Zorion Eguileor), traba una tímida amistad con él antes de intentar devorarlo, sin apenas remordimientos, al despertar ambos en uno de los niveles inferiores, a los que la plataforma alimenticia llega prácticamente vacía. Por otra parte, Imoguiri (Antonia San Juan) es una idealista parte del equipo de Recursos Humanos del hoyo que intenta frenar los impulsos egoístas de sus habitantes estableciendo un plan de racionamiento alimentario desde sus niveles más altos. Y, por último está Baharat (Emilio Buale): un ecuatoriano que además de con el hambre y la sed tiene que vérselas también con el racismo de los habitante de los niveles superiores… y que junto a Goreng iniciará un racionamiento de recursos de visos revolucionarios.
Cada uno de estos personajes representa un sector social determinado y su correspondiente, y también harto arquetípica, forma de entender el mundo. Pero lo hace de una forma tan frontal como obvia es la lectura moral que El hoyo lleva a cabo de nuestra sociedad, sin llegar a cuajar en una visión realmente pesimista sobre la especie humana que trascienda lo coyuntural de su distópica parábola. Y es que, a pesar de su apuesta por una violencia explícita que raya en el gore, y por la escatología, El hoyo es un filme tan entretenido en ocasiones como carente en su totalidad de una atmósfera lo suficientemente densa o espesa como para resultar todo lo perturbador que promete desde su muy ingenioso punto de partida. A cambio, lo funcional de su planificación, que narrativamente ni suma ni resta a lo ya apuntado en el guion escrito a cuatro manos por David Desola y Pedro Rivero, ni su limpia fotografía, firmada por Jon D. Domínguez pese a instantes de un saturado cromatismo que subrayan el estado próximo a la alucinación en el que va cayendo su protagonista, o su uso del sonido, que se regodea en las masticaciones, eructos y ventosidades de los habitantes del hoyo, convierten al filme en uno casi atonal, lastrado por un grado de obviedad en su parábola y unos personajes retratados con brocha gorda, que lo aproximan en sus peores momentos a la autoindulgencia ideológica.
Un guion, además, trufado de diálogos explicativos que puestos en boca de la mayoría de los actores de la película, a excepción hecha de Antonia San Juan y, en parte, Iván Massagué, distancian al espectador de lo que en ella ocurre. Solo el excelente montaje de Haritz Zubillaga y Elena Ruiz, que dota al filme de un ritmo endiablado que jamás decae, y algunos sugerentes apuntes sacros en su guion sumados a otros que, como el cambio físico que se produce en Goreng de la mano de su lucha por un mundo más justo y que lo asemeja, significativamente, al Caballero de la Triste Figura, son mérito de una puesta en escena que a veces se hace un estimulante eco de un tono más próximo al comic aventurero, rescatan una película tan entretenida como fallida y hasta decepcionante en su conjunto, dado el interés de su premisa argumental como parábola y testigo de una cultura que parece deslizarse inexorablemente hacia el canibalismo socioeconómico.
Galder Gaztelu-Urrutia o la maratón de un corredor de fondo del audiovisual español y vasco

Galder Gaztelu-Urrutia
El cineasta vasco Galder Gaztelu-Urrutia nació en Bilbao, España, en 1974. Pero pese a que esta su opera prima como director no llegó al público hasta el pasado 2019, lo cierto es que el realizador llevó a cabo su primera incursión oficial en el mundo del cine 19 años atrás, iniciando una carrera centrada en su mayor parte en la realización de spots publicitarios para importantes marcas y tareas relacionadas con la producción, muchas veces de cortometrajes, quedando casi todo ello bajo el paraguas de la productora Basque Films, fundada en el año 2002 por Carlos Juárez.
Pero dejando de lado su experiencia en el campo de la publicidad, para centrarnos a cambio en su periplo cinematográfico, ya sea en formato corto o largo, la carrera de Galder Gaztelu-Urrutia dio inicio en el año 2000, como director de segunda unidad para Lo mejor de cada casa (Una semana en el parque), una comedia dirigida y escrita por Toni Abad en su única incursión en el campo del largometraje. Tres años después, ya en el 2003 y siendo parte de la productora Basque Films con la que lleva trabajando desde entonces, Gaztelu-Urrutia producía el cortometraje Pornografía, dirigido por el que sería uno de sus más habituales compañeros de carrera, Haritz Zubillaga, y escrito por Nacho Vigalondo. Una tarea que volvería a repetir al cabo de un año por partida doble: por una parte como productor ejecutivo del cortometraje En la boca del lobo, de nuevo con Haritz Zubillaga como director, y, por la otra, como productor de 913 cortometraje escrito por él mismo, y que co-dirigió junto a Félix Guede. En el año 2005 volvió a ejercer como productor ejecutivo en Choque, cortometraje dirigido, escrito y protagonizado por Nacho Vigalondo, para reincidir en idéntica función para el corto Las horas muertas bajo la batuta, una vez más, del director y guionista Haritz Zubillaga, en el año 2007.
Ese mismo año, también ejerció como director de producción para la película 2 rivales casi iguales, dirigida y escrita por Miguel Ángel Calvo Buttlin y cuatro años después, Gaztelu-Urrutia encaraba su primera experiencia como director en solitario poniendo en imágenes un guion firmado por Egoitz Moreno con La casa del lago, de 12 minutos de duración. En el 2012, y sin abandonar el campo del cortometraje, co-produjo el nuevo corto de Haritz Zubillaga, She’s Lost Control, mientras que en 2014 se estrenó el galardonado filme de animación Pos eso, dirigido y co-escrito por Samuel Ortí Martí, que contó con Gaztelu-Urrutia en calidad de director de producción. Un año más tarde, llegaba a los cines Psiconautas, los niños olvidados, celebrada y multipremiada adaptación del cómic de Alberto Vázquez, quien co-dirigió y co-guionizó esta película animada junto a Pedro Rivero, y en la que el futuro director de El hoyo participó como supervisor de posproducción. Tras este filme, que se hizo con el Goya a la mejor película de animación y el Premio Platino en la misma categoría, Gaztelu-Urrutia regresó a la producción para la puesta de largo de uno de sus directores habituales, Haritz Zubillaga, quien estrenó su internacionalmente premiada opera prima, El ataúd de cristal, en el año 2017, dando el salto él mismo a la realización de largometrajes dos años después, con la película que nos ocupa.
Un filme, El hoyo, cuya producción supuso una alianza entre el hogar creativo de Gaztleu-Urrutia, Basque Films y Mr. Miyagui Films, y que contó con el apoyo de TVE, ETB, Consejería de Cultura del Gobierno Vasco, Zentropa Spain, Eusko Jaurlaritza, Instituto de Crédito Oficial y el ICAA, que se convirtió en todo un éxito de crítica, siendo sus derechos de distribución, posteriores a su paso por salas comerciales, adquiridos por la todopoderosa plataforma digital Netflix incluso antes de su estreno en salas, dado el prestigio acumulado por el filme en los festivales en los que se proyectó. Y es que El hoyo ha acumulado premios en festivales como el de Toronto, donde se hizo con el Premio del Público en la sección Midnight Madness, Abycine, donde Gaztelu-Urrutia y Antonia San Juan fueron galardonados con el Premio a Película Joven o, en el Sitges Film Festival, que le deparó con cuatro premios, incluyendo el de Mejor película (convirtiéndola en el primer filme español en toda la historia del Festival en hacerse con este premio), Director novel, Efectos especiales y, de nuevo, el Premio del Público.
Exactamente un mes después de su paso por este Festival, que tuvo lugar el 8 de octubre del pasado año, El hoyo llegaba a 90 salas comerciales españolas, recaudando un total de 209.674 euros en las 8 semanas que estuvo en pantalla. Pero hay más, en el momento de escribir estas líneas, El hoyo está nominada a 6 premios Feroz, incluyendo los de Mejor película y Director, 3 premios Gaudí en las categorías de Mejor film en lengua no catalana, guion y efectos especiales, y a la Mejor dirección novel, guion original y efectos especiales en los Premios Goya. Habrá que ver si los académicos recogen el guante lanzado por Gaztelu-Urrutia y reconocen en este retrato de una sociedad futura una película con méritos suficientes para representar lo mejor de los nuevos talentos cinematográficos del presente.
Enero 2020