El cuento de las comadrejas

Hace años, y de forma algo precipitada, se construyó una tipología cómica dentro del cine argentino que partía de las buenas intenciones para alcanzar el éxito de taquilla y la sensibilidad de su público. Lo que, quizás debido al éxito de El hijo de la novia (2001), paradigma aún hoy de de esta bienintencionada forma de entender la comedia, convirtió a su director Juan José Campanella uno de los más ilustres representantes de esta teórica corriente cinematográfica. Aunque, considerando la variedad tonal y temática de su filmografía, este es también un lugar común, fruto de un juicio precipitado que a buen seguro provocará la sorpresa de quienes esperen amabilidad y buenos sentimientos en este remake de la comedia negra dirigida por José A. Martínez Suárez en 1976, Los muchachos de antes no usaban arsénico.
Ya que El cuento de las comadrejas dirigida por Campanella retoma de aquel filme su solemne mala baba resituándola, eso sí, en un terreno más abonado para el engaño y los reproches a propios y extraños. Un lugar cruel y mezquino, como lo es la Argentina retratada en comedias que basculan entre la amargura y la agresividad, como Relatos salvajes (Damián Szifrón, 2014) o Nueve reinas (Fabián Bielinsky, 2000), y que como en aquellas se encuentra poblado por egos castigados que conviven peor que mejor en un lugar tan fuera del tiempo como lo están sus habitantes y protagonistas del filme: una actriz, un actor, un director y un guionista cinematográficos.
Un cuento cruel (y moral)
Érase una vez una exitosa actriz llamada Mara Ordaz (Graciela Borges), que antes de pasar sus días frente a una pantalla, revisando las películas que protagonizó en la mejor etapa de su vida, era algo más que una diva incapaz de asumir su decadencia profesional. Era una leyenda del cine argentino cuya capacidad para robar escenas solo podía compararse al desmesurado tamaño de su ego, erigido junto al director Norberto Imbert (Oscar Martínez), su guionista de confianza Martín Saravia (Marcos Mundstock), y uno de sus compañeros de reparto, Francisco Gourmand (Nicolás Francella) que se convirtió en el amor de su vida. Pero este cuarteto creativo fue olvidado por el mundo que un día les aplaudió, confinándoles a un apartado caserón en el que conviven movidos por un desprecio mutuo al filo del esperpento hasta la llegada de Pedro (Luís Brandoni) y Bárbara (Clara Lago): dos jóvenes que recaen en la mansión regentada por Ordaz buscando, según ellos, un teléfono desde el que poder llamar.
Como puede verse por lo apuntado hasta aquí, el guión coescrito por Campanella y Darren Kloomok de El cuento de las comadrejas funciona de forma simultánea como un ácido retrato sobre la vejez y las inclemencias del estrellato cinematográfico bajo la forma de una revisión perversa del punto de partida de Hansel y Gretel. Pero, sobre todo lo demás, es el retrato de una determinada manera de entender la amistad. Tomando como base la relación de dependencia que se establece entre los cuatro habitantes del caserón en el que transcurre gran parte de El cuento de las comadrejas, la película de Campanella se desarrolla como un filme eminentemente coral, basado en salvas de diálogos a cuál más hiriente y, también, divertido en su mala baba. Un extremo acentuado por el divismo inherente a las profesiones de sus cuatro protagonistas principales, que convierte El cuento de las comadrejas en prácticamente una obra teatral filmada, con continuas entradas y salidas de personajes, ingeniosos requiebros, y una mímica impecable por parte de un grupo de actores, los más veteranos, que parecen divertirse de lo lindo en sus encarnaciones... aunque también genere la primera impresión de estar ante una película carente de una columna vertebral que la dote de sentido último. Pero la llegada de los dos jóvenes, que aspiran a hacerse con la mansión que sirve de hogar a los cuatro profesionales del cine para construir un complejo de viviendas de última generación, da por fin cuerpo a aquello que se adivinaba como un todo bien interpretado e ingeniosamente dialogado, pero algo falto de densidad.
Y eso sucede pese a que el conflicto que desde ese momento solidifica El cuento de las comadrejas parta de un principio no por efectivo menos convencional: la lucha, a muerte, entre la tradición, amargamente representada por la actriz, el actor, el guionista y el director, por una parte, y la contemporaneidad, gélida e inhumana, que consta de los más tersos rasgos de la pareja de especuladores, por la otra. Una dicotomía de la que Campanella logra esquivar, en gran parte, el buenismo latente que podría haber echado al traste con su malintencionado, y divertido, punto de partida. Gracias a su amarga y casi agria visión de la amistad, lo que podría ser una demagógica oda a las virtudes del amor fraternal frente la inhumanidad del neoliberalismo, con moraleja final incluida, se torna en una panorámica muy poco complaciente tanto en su fondo como en su traducción a imágenes y sonidos, gracias a una plasmación formal próxima a la caricatura y la fábula moral.
Coherentemente, El cuento de las comadrejas se articula a partir de una planificación recargada, hecha desde ángulos mayoritariamente torcidos, ilustrativos de la lógica que mueve las relaciones entre los personajes principales, de una fotografía, firmada por Félix Monti, cromáticamente muy saturada, y de unas interpretaciones que en muchas ocasiones abrazan el histrionismo. Un grado de barroquismo que se permite, en una de sus mejores imágenes, sobreponer la imagen de la joven y cinematográfica (y por lo tanto, falsa) Mara sobre la de la actual, desilusionada y anciana pero al menos verdadera, o rememorar una de las películas fundacionales sobre la desmitificación del estrellato interpretativo, El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950), a partir de un eco visual tan recargado como adecuado al conjunto de una película que se crece ante lo teatral de su guion con un envoltorio algo engolado pero, a la postre, adecuado. En lo formal, El cuento de las comadrejas no siempre cuaja en la esperpéntica armonía que logra alcanzar en sus mejores momentos pero en su asumida artificiosidad logra transmitir una impresión de falsedad, de representación muy coherente con el desarrollo de una trama que no es sino una farsa, una mascarada llena de engaños y grotescos giros que tampoco parece tomarse a sí misma demasiado en serio.
No en vano, y aprovechando narrativamente la profesión de los cuatro protagonistas, estos hasta parecen controlar algunos de los recursos de la ficción, tales como un fundido en negro que se interrumpe por voluntad expresa de uno de ellos, conscientes de habitar una película en la que cada elemento, empezando por ellos mismos y sus antagonistas, juega un papel que Campanella decidirá si es o no decisivo… mientras se da el lujo de referirse a su propia filmografía sin pestañear. Aunque este grado de autoconciencia a veces juegue a la contra de El cuento de las comadrejas, creando una distancia, fruto en gran medida de lo artificioso y no siempre logrado de sus formas, que impide a su público encariñarse con unos personajes difíciles de abordar no tanto por su crueldad como por la esperpéntica forma en la que Campanella los presenta en pantalla. Un ambivalente saldo que, en cualquier caso, no entierra la grata sorpresa de estar ante una película con el raro valor de lo peculiar, y más aún si se la contrapone a la amable imagen que el oscarizado realizador Juan José Campanella parece haberse construido en el último tramo de su ya dilatada, variopinta, y exitosa, carrera como director.
Historia de un veterano: el cine de Juan José Campanella

Juan José Campanella
Nacido el 19 de julio de 1959 en la ciudad de Buenos Aires, Juan José Campanella es probablemente uno de los nombres más famosos del panorama cinematográfico argentino, ejerciendo mayoritariamente como director y guionista, pero también como productor, montador y hasta como localizador de escenarios. Tempranamente atraído por las artes y la cultura, Campanella ha alternado a lo largo de su carrera sus trabajos para el cine con otros para el medio televisivo, tanto dentro de las fronteras de su país como en otros ajenos, como los EE.UU.
Su primera incursión como director se produjo en 1979, con el mediometraje Prioridad nacional, en la que también aparecía como intérprete. Tres años después, y ya como director, guionista, productor, actor y montador, encaraba Victoria 392, filmada en formato super 8 y sin estreno hasta 1984. Ya en 1991, Campanella dio el salto a los EE.UU. para dirigir una película de bajo presupuesto con el sonoro título original de The boy who cried bitch (traducido como El niño que gritó puta en los países de habla hispana), de estreno limitado en salas estadounidenses. Esta reputada película sobre un niño psicológicamente trastornado, y muy peligroso para los que le rodean, sirvió a Campanella como carta de presentación en las procelosas aguas del mercado cinematográfico internacional que lo auparía al estrellato años después, abriéndole la puerta además a la televisión estadounidense.
Tras el estreno de El niño que gritó puta, Campanella dirigió seis episodios de la serie televisiva Lifestories: Families in crisis entre 1992 y 1996, uno de CBS Schoolbreak Special en 1995, dos para Remember WENN en 1996 para, un año después, dirigir un nuevo largometraje en suelo estadounidense que sin embargo contó con el protagonismo de la actriz española Aitana Sánchez Gijón: …Y llegó el amor (Love walked in). Dos años después de rodar este filme en blanco y negro enmarcado en el género noir, Campanella regresó a su Argentina natal para rodar el guión propio El mismo amor, la misma lluvia. Primera coproducción argentino estadounidense de su carrera, El mismo amor la misma lluvia se convirtió también en la primera de sus por ahora tres colaboraciones con uno de los actores argentinos de mayor renombre internacional, si no el que más: Ricardo Darín.
Junto a él, Campanella rodaría su siguiente película, una producción argentina que se convirtió en el buque insignia de su carrera: El hijo de la novia. Estrenada en el 2001 en Argentina y España, donde fue vista por 1.594.843 y 1.575.495 espectadores respectivamente, El hijo de la novia se convirtió en la primera película de Campanella en estar nominada al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, se hizo con Gran Premio Especial del Jurado en el Festival de Montreal y fue nominada a la Mejor Película en los Premios Forqué. Durante los dos años posteriores, se estrenó en Brasil y México, donde aguantó la friolera de 245 semanas en salas, mientras el futuro realizador de El cuento de las comadrejas se unía a la teleserie Culpables en calidad de guionista, escribiendo un total de 34 episodios. Una prudente retirada al campo de la escritura que terminó en 2004, cuando Darín y Campanella volvieron a reunirse para el rodaje de Luna de Avellaneda, una nueva producción argentina que superó en este país los envidiables resultados en taquilla de El hijo de la novia, llevando a 1.029.334 espectadores a las salas. En el resto de países iberoamericanos en los que se estrenó, los resultados fueron desiguales: 348.019 espectadores en España y 29.691 y 100.265 euros recaudados en Chile y Brasil, respectivamente. Dos años después, el realizador llevo a cabo su más célebre y reputada incursión en el medio televisivo con Vientos de agua, serie para la que dirigió doce de sus trece capítulos, todos ellos escritos por él.
Pero lo mejor aún estaba por llegar: el 2009 estrenaba El secreto de sus ojos, nueva producción argentina que, ésta vez sí, se hizo con el Oscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa, convirtiéndolo en un director de renombre y éxito internacionales, especialmente en Argentina y España. En estos dos países, donde el El secreto de sus ojos se estrenó con apenas unos meses de diferencia, la película fue vista por 3.323.410 espectadores en suelo argentino y otros 1.034.387 en territorio español. Durante el 2010, el filme se estrenó en Chile, Ecuador, Brasil, Bolivia, México, Colombia y Perú, con desiguales resultados en taquilla, aunque siempre lejos del éxito alcanzado en Argentina o España. Pero en todo caso, y más allá de la rentabilidad de El secreto de sus ojos, el prestigio acaparado por Campanella le permitió alternar sus trabajos para la televisión argentina con otros para la estadounidense, donde ya había colaborado en series como Strangers with Candy en el año 2000, Ed, Ley y Orden: Acción criminal, El guardián y Dragnet a lo largo de 2002, Seis grados y Rockefeller Plaza en 2006, Ley y Orden: Unidad de víctimas especiales entre el 2006 y el 2009 o House M.D. entre los años 2007 y 2010.
En suelo iberoamericano, Campanella trabajó para las series El hombre de tu vida, Entre caníbales y la versión brasileña de la primera: O Homem da Sua Vida mientras, en el 2013, el director se atrevía con su primera película de animación: Futbolín (Metegol). Destinada al público infantil, el filme fue recibido con tibieza, pese a alzarse con el Premio Goya al Mejor largometraje de animación, los premios a la Mejor película de animación y Música original en los Premios Platino, o los de Mejor guión original, fotografía, sonido y música en los Premios Sur. En argentina, su país de producción, Futbolín fue vista por 2.108 espectadores, muy lejos de la gran afluencia en salas de la que gozaron muchos de los filmes inmediatamente anteriores del realizador. Lo que no impidió que Campanella prosiguiera su carrera como director de series televisivas estadounidenses como Halt and Catch Fire en el 2014 o Colony en 2016, antes de regresar al cine con actores de carne y hueso con la co-producción argentino española El cuento de las comadrejas. Una película que, pese a abrir una nueva puerta en una carrera más variopinta de lo que pueda suponerse en un primer vistazo, parece haber recuperado la buena relación que, de un tiempo a esta parte, el realizador mantiene con el público y crítica iberoamericanos.
Diciembre 2019